2 DIC – Novena a la Inmaculada

Oración inicial

María, Madre del sí, tú escuchaste a Jesús

y conoces el timbre de su voz

y el latido de su corazón.

Estrella de la mañana, háblanos de Él

y descríbenos tu camino

para seguirlo por la senda de la fe.

María, que en Nazaret habitaste con Jesús,

imprime en nuestra vida tus sentimientos,

tu docilidad, tu silencio que escucha y hace florecer

la Palabra en opciones de auténtica libertad.

María, háblanos de Jesús, para que el frescor

de nuestra fe brille en nuestros ojos

y caliente el corazón de aquellos

con quienes nos encontremos,

como tú hiciste al visitar a Isabel,

que en su vejez se alegró contigo

por el don de la vida.

María, Virgen del Magníficat

ayúdanos a llevar la alegría al mundo

y, como en Caná, impulsa a todos los congregantes

a hacer sólo lo que Jesús les diga.

María, Virgen Inmaculada, puerta del cielo,

ayúdanos a elevar nuestra mirada a las alturas.

Queremos ver a Jesús, hablar con él

y anunciar a todos su amor.

Cf. Oración de SS. Benedicto XVI, en Loreto

Para contemplar…

Lc 2, 1-20 «María guardaba todas estas cosas, meditándolas en su Corazón»

Para agradar a María…

Me privaré de algo que me guste, para dejar al Señor ser el centro de mi vida y de mi corazón. 

Para presentar a María…

Por los jóvenes y los niños, para que busquen en sus vidas lo verdadero, lo bueno, lo bello.

Para meditar…

«Proclama mi alma la grandeza del Señor»— (Lc 1, 46), y con ello expresa todo el programa de su vida: no ponerse a sí misma en el centro, sino dejar espacio a Dios, a quien encuentra tanto en la oración como en el servicio al prójimo; sólo entonces el mundo se hace bueno. María es grande precisamente porque quiere enaltecer a Dios en lugar de a sí misma. Ella es humilde: no quiere ser sino la sierva del Señor (cf. Lc 1, 38. 48). Sabe que contribuye a la salvación del mundo, no con una obra suya, sino sólo poniéndose plenamente a disposición de la iniciativa de Dios. Es una mujer de esperanza: sólo porque cree en las promesas de Dios y espera la salvación de Israel, el ángel puede presentarse a ella y llamarla al servicio total de estas promesas. Es una mujer de fe: «¡Dichosa tú, que has creído!», le dice Isabel (Lc 1, 45). María es, en fin, una mujer que ama. ¿Cómo podría ser de otro modo? Como creyente, que en la fe piensa con el pensamiento de Dios y quiere con la voluntad de Dios, no puede ser más que una mujer que ama. Lo intuimos en sus gestos silenciosos que nos narran los relatos evangélicos de la infancia. Lo vemos en la delicadeza con la que en Caná se percata de la necesidad en la que se encuentran los esposos, y lo hace presente a Jesús. Lo vemos en la humildad con que acepta ser como olvidada en el período de la vida pública de Jesús, sabiendo que el Hijo tiene que fundar ahora una nueva familia y que la hora de la Madre llegará solamente en el momento de la cruz, que será la verdadera hora de Jesús (cf. Jn 2, 4; 13,1). Entonces, cuando los discípulos hayan huido, ella permanecerá al pie de la cruz (cf. Jn 19, 25-27); más tarde, en el momento de Pentecostés, serán ellos los que se agrupen en torno a ella en espera del Espíritu Santo (cf. Hch 1, 14).

SS. Benedicto XVI, Deus caritas est.